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Cuando entró una ráfaga de aire por el quicio de la ventana, yo ya lo sabía. Sabía que aquello iba a provocar que se rompieran todos los cristales, que el cielo se partiera en dos.
Sabía que nunca volvería a tener la misma oportunidad.
Un pequeño rayo de luz se coló entre el viento y también pudo pasar. Me descubrió intentando escapar de entre las sombras que se iban cerniendo a mi alrededor.
Sólo sostenía el reflejo de unas palabras en la mente, que me proporcionaba el valor necesario para sobrellevar el peso que se extendía por mi cuerpo. Necesitaba escapar.
Por eso lo sabía.
Entre la furia del final del invierno se instalaba poco a poco ese vacío que iba dejando una huella en mi corazón. Confundía mis sentimientos posando mis ojos en otros ojos. Mis manos se aferraban a su recuerdo azul. Ese que me regalaba destellos de una mirada.
Pero sabía, en el fondo, que por esa brecha podría salir. Abrir de una vez la ventana, y enfrentarme al día. Correr libre como nunca lo hice. Solo me faltaba deshacerme de los hilos que me ataban las manos, que me laceraban la piel y que formaban parte de mi carne.
Dejar esparcir la música que tengo dentro, y poder ir a través de las paredes, siendo fuerte por una vez.
Extender los brazos sin miedo, respirar hondo, intentarlo de nuevo, sonreír a la vida, sin mirar atrás, como siempre lo hice.