Quería volver a ser libre y me cosí una alas.
Intenté que no se me cayeran, pero yo sola las había cosido mal. Me resultaba difícil llegar a la espalda con las manos hacia atrás.
Eran las primeras alas que tenía y estaban hechas de papel. A la mínima brisa se rompieron y tuve que hacer unas nuevas.
Las siguientes eran de tela y resistían algo más. Aunque aún oscilaban cuando arreciaba el viento y la sensación de caída libre me angustiaba por completo.
Cuando podía volar, lo hacía muy bajo e insegura. No tenía estabilidad ni fuerzas, pero lo intentaba una y otra vez.
Al llegar al destino de todos los días, el cansancio y el dolor amenazaban con dejarme caer al abismo. Tal vez, en algún momento me precipite al vacío. A lo mejor no puedo salir tan deprisa como yo quisiera, pero el intento es continuo.
Las alas que llevo son endebles y se doblan a cada instante, pero son mías.
Todas las noches las remato y les pongo un parche. A veces, dos.
Les quito el polvo que se adhiere durante el día, y las lavo para mantenerlas en óptimas condiciones.
Al día siguiente, vuelvo a desplegarlas e intento el vuelo. Cada vez más alto. Cada vez más lejos...
No siempre se consigue. Pero vuelvo a probar, aunque no disponga de energías acumuladas.
Sé que mañana, cuando consiga unas alas de verdad, ya no tendré que esforzarme por elevarme hasta el cielo. Podré hacerlo con solo un pequeño impulso, y esas alas se extenderán en toda su magnitud y aletearán con fuerza, llevándome a volar para descubrir la vida.