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La mirada la tenía puesta en aquellos ojos dorados que, imperceptiblemente, se habían ido haciendo dueños de sus ojos.
Aquellos ojos dorados que nunca reían, pero que al mirarla se iluminaban ganando en profundidad y hermosura.
Nada decían y siempre callaban.
Hasta que llegaban las sensaciones a sus labios, convirtiendo aquella mueca en una sonrisa llana que se iba extendiendo por su cuerpo hasta dejar en las manos el regusto sabor a la ilusión.
Nada cambiaba en sus días.
Dos o tres palabras entremezcladas contra el tiempo, y la precipitación de no saber muchas veces qué decir.
Pero ella mantenía su mirada en aquel dorado iris para que, cuando su voz se volviera hacia ella, la encontrara esperándole, con los sueños llenos de esperanza y el amor en el comienzo de sus vidas.