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Tenía los ojos tristes. Miraba sin ver, el espacio que llegaba hasta ella, lleno de gente y sabiéndose vacía. Mientras, el hielo de una copa, se iba derritiendo entre sus manos. Sus pensamientos divagaban entre el ruido y el calor de aquel bar.
De pronto una cara conocida se acercó sonriente.
Era él.
No sabía si aquella noche le encontraría entre tantos de los locales que frecuentaba. Ni siquiera conocía si le gustaba salir, o si estaría solo... El azar había hecho acto de presencia ubicándolos en el mismo sitio y a la misma hora.
Ya se habían visto antes. Trabajaban en el mismo edificio y a veces habían coincidido en la entrada o en la salida. Siempre se saludaban cordialmente, o se dedicaban una sonrisa. Las mariposas de ella casi chocaban con los anhelos de él. Un contacto imperceptible para los demás se iba anudando entre ellos. Cada día crecía más la intención de encontrarse casualmente por los pasillos.
Cuando él se acercó a la barra del bar y se sentó a su lado, las manos de ella temblaron provocando que casi la copa que sostenía, se deslizara entre sus dedos. No podían mantener una conversación entre los decibelios de aquella música estridente, pero sus ojos se entrelazaron fuertemente hasta no sentir nada más. Como si fueran ellos los únicos seres que habitaban ese mundo irreal. No podían hacer otra cosa más que sonreírse y profundizar en una mirada que decía sin palabras, todo aquello que se habían guardado durante este tiempo.
Por fin, el destino los había unido. Estaba en sus manos hacer crecer el sentimiento más profundo y lleno, que sus corazones anhelaban.
Para después, en un arranque de valor, unir sus labios en un mágico beso...