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Caía la lluvia por las cornisas de las ventanas, para morir en un charco deforme entre las piedras de la calle. Llegaba el temblor de un escaso rayo de luna entretejido con las nubes que revoloteaban a mi alrededor.
Y yo sólo sentía que estabas aquí.
El pensamiento se esparcía y regaba, junto a la niebla de la noche, el frío en mis huesos. No había nada que se pudiera hacer para alejar esa soledad que imbuía los reflejos mágicos del espejo, devolviéndome la sensación de la nada y el curso de los segundos abrazándome a los sueños.
Y yo sólo sentía que estabas aquí.
No tenía tu cuerpo ni tus besos, nada hacía brotar los sinsabores de la madrugada, tan lejos te presentía, cuando los susurros se escapaban junto con el vaho de las primeras notas del alba. Temblaba deseando que me cogieras de las manos y calentases mi corazón desnudo.
Y yo sólo sentía que estabas aquí.
Para después llamarte y que me estrecharas entre tus brazos, meciéndome al compás de la música que nos llenaría, regalándome los días enteros y las noches en vela, acariciando suaves momentos que algún día tendremos.
Y yo sólo sentía que estabas aquí...