Ahí estaba. Sentada en una roca. Desnuda.
Anciana.
La piel apergaminada se plegaba en su abdomen como un viejo acordeón. Sus
pechos flácidos y secos caían tristes, como dos lágrimas, por su cuerpo,
mirando la nada con esos ojos vacíos y sin alma.
Su historia comenzó una fría noche de
otoño, como esta, cuando era joven y hermosa.
Un hombre misterioso y apuesto apareció en su camino con una promesa de
amor entre los labios y un regalo de noches infinitas e inmortales. Pero tuvo
miedo a los días vacíos, a su mirada anhelante, amarilla y quieta, a su falta
de humanidad debajo de aquella piel en la que latía muerto, un corazón.
Aquel
ser, curiosamente, se apiadó de ella dejándola marchar.
Desde entonces sus días
se volvieron grises. La muerte se instaló a su alrededor marchitando sus flores
y llenando su vida de la nada más absoluta. Los años fueron pasando
inmisericordes ajando su juventud y convirtiéndola en una vieja amargada y vacía.
Todas las noches recorría los páramos en busca de aquel amor muerto, con la
súplica entre sus manos y la esperanza del perdón en su boca. Intuía su
presencia en el bosque, en ese silencio quieto. Escuchaba el murmullo de su voz
enredado entre las ramas de los árboles mudos. Contemplaba, a veces, su sombra
y lo llamaba a gritos, desde la oscuridad, rogándole que la llevara con él y
arrepintiéndose una y otra vez de aquel miedo que un día le impidió cruzar al
otro lado.
Los años pasaron sin lágrimas, implacables
y destructivos por su vida.
Por fin, sus súplicas traspasaron el corazón duro y
muerto del hombre de sus sueños, aceptando besarla en el cuello, a modo de
desgarro doloroso y cruel, vaciando sus venas de amor y convirtiéndola en un
ser de la noche.
Inmediatamente se dio cuenta de su error. Ella ya nunca sería
joven. Una anciana para la eternidad, cansada de vivir.
Su única salida era el
fin. La llegada del día con la inminente destrucción de su existencia, al rayar
el alba. Llevaba tres días sin comer y el regusto metálico en su garganta se
volvía insostenible. Esa necesidad de sangre la estaba consumiendo. Tenía que
acabar con ello, de la misma manera que asesinó aquel amor vacío y sin futuro.
Apenas le quedaban sentimientos. Ya no era una persona.
Y se sentó allí,
desnuda y cansada, a esperar el último amanecer.
La clara luz de la mañana asomó por el
horizonte. Tenía su mente puesta en aquellas cenizas del camino, en el resto de
pavesas que flotaban en los hogares calientes.
Allí comulgó su esencia justo al
despuntar el día y se formó un remolino ardiente fundiéndose su cuerpo y su
pensamiento en uno, siendo libre por una vez y para siempre, volando como humo
por entre los matorrales del camino, confundiéndose con la neblina de los
atardeceres y el rugido inmenso de las voces apagadas de las almas perdidas por
el amor…