Llevaban viéndose varios
meses, sin tener claro si tenían una relación o no.
Javier se
preguntaba a qué estaba esperando para decidirse.
Desde que la
conocía, no había vuelto a tener problemas. Su vida transcurría,
dentro de lo que cabe, casi monótona. Si monótona se podía llamar
su vida.
En la medida que podía y su trabajo le dejaba, procuraba
mantener a Isabel al margen de sus preocupaciones. Su constante era
no ahondar mucho en sus secretos, para así alejarla del peligro y la
decepción...
Isabel no sabía a qué
atenerse.
Por un lado empezaba a encontrar imprescindible el estar
con él.
Pero por otro, intuía que algo no encajaba, y no sabía qué
era. Él era amable, simpático y extremadamente educado, pero
parecía que ahí acababa la cosa.
Aún no la había besado,
posiblemente porque sólo la veía como una amiga más.
No obstante,
cuando la miraba ella presentía la profundidad de sus ojos, que la
envolvían dejándola sin aliento, y era entonces, en esos momentos,
cuando se sentía confusa al no saber interpretar sus sentimientos.
Corrían juntos por el
parque, como casi todas las tardes.
De vez en cuando, entre los
jadeos de sus respiraciones, se miraban y sonreían. Sin hablar. A
veces, era mejor así. Sin palabras se decían más, se comprendían
mejor.
Era una tarde fría de
otoño, el sol se iba apagando y empezaban a aparecer las primeras
luces del atardecer, cuando un resplandor brilló entre los
árboles.
Sólo sonó el chasquido de algo que chocaba en el banco
que acababan de pasar.
Isabel se quedó paralizada, ¿eso había sido un
disparo?- pensó.
Con un rápido movimiento, Javier la empujó entre los
setos, obligándola a tumbarse boca a bajo. Con su cuerpo cubrió el
suyo, susurrándole al oído:
- No te muevas.
Quédate aquí, y no te muevas...
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