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Nada es lo que parece en esta tarde de otoño, esperando las nubes y el estado de ánimo mermado por el dolor. La risa se esfuma entre los recónditos recovecos del camino, sin tregua ni aliento para llevarme el viento de la desgana y la paz.
Antes era magia pura, para nacer de entre las pestañas que revolotean en pos de una tormenta. Ya huele a tierra mojada y el cielo se cierne amenazador por el horizonte.
Lo presiento en las sensaciones de este ambiente sobrecogedor que se cierra en pos de mis pasos y no me permite alcanzar la cima de la plenitud.
Nada es lo que parece, por eso ahora no tengo nada. Para discurrir y preparar el mañana que viene, junto con el rugido de la lluvia a sus espaldas y la luz mortecina de ese amanecer aciago.
El dolor viene y va entrando de puntillas para instalarse en mi columna. Frunzo el ceño ante la visión prematura de la noche cerrada y el frío en mis huesos.
Nada es lo que parece y en nada se funden mis horas. Se escucha a lo lejos el himno aciago de las sombras del invierno. Oscuro y triste, frío y desencantado...
Ahora llueve y me deja sin nada. Se escurre a la tierra y me envuelve en su solitaria manta, despertando de nuevo el renacer de los impulsos escritos con sangre en una hoja blanca como la luz.
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